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lunes, 27 de agosto de 2012

Capítulo 4:


Simon clavó sus profundos ojos marrones en los míos. A través de los cristales de sus gafas, pude ver que la emoción lo desbordaba.
- Dana, yo… 
Sentí como mi corazón empezaba redoblar en mi pecho, movido como por un resorte. Tanto que los latidos atronaban tras mis orejas y sentía un músculo palpitar en mi garganta.
De pronto el autobús frenó, bruscamente, en la explanada que había en frente al instituto. Haciendo que por inercia ambos saliéramos despedidos unos centímetros hacia delante, rebotando después contra el respaldo de los asientos nuevamente.
- Lo siento chicos. – se oyó la voz de Aurora desde la parte delantera del autobús.
Dirigí mi mirada hacia Simon de nuevo, de forma inquisitiva.
- Es que Johnny es mi amigo y tú eres mi mejor amiga, entonces, no sé… sería raro. – se excusó con torpeza, mientras se revolvía el pelo y ponía en pie.
Desvió su vista, intentando que no pudiera leer en sus ojos la auténtica verdad.
Algo dentro de mí se retorció durante aquel instante, movido por la decepción. No sabía que era lo que esperaba, pero desde luego no era aquello.
Sentí como si el estómago se me cayera al suelo, junto con mi mochila.
Intenté recomponer mi expresión rápidamente. Si algo sabía hacer bien era disimular que no me pasaba nada.
Traté de ponerme aquella máscara de completa indiferencia  en mi semblante y desvié la vista, al tiempo que recogía mi mochila.
- Oh… - comenté, sin saber que más decir – entiendo.
Agarré la mochila y me la puse.
- ¿Bajamos? – dije, con una falsa sonrisa surcándome el rostro.
- Claro. – su respuesta sonó un tanto aliviada y decepcionada a la vez. Con un regusto extraño. Como una mezcla extraña de melaza y sal.
Al salir del autobús casi tropecé, debido a una chica que se había chocado conmigo. La conocía.
No quise siquiera pensar en ella. Renata cara de rata. Contuve el impulso de vomitar.
Hice una seña a Simon y nos desviamos un tanto del resto de alumnos. No me gustaban demasiado las grandes masas de gente.
Caminamos juntos hasta casi la entrada del instituto.
Él iba algo decaído, sin hablar, mirándose los zapatos. Los hombros encogidos, como si meditara sobre algo y en la cara una mueca parecida al arrepentimiento.
Le pegué un codazo amistoso.
- Anima esa cara. Vas a asustar a los de primero. – intenté hacerle sonreír.
Lo conseguí mínimamente. Una tímida elevación en las comisuras de sus labios.
De pronto, un chaval lo empujó contra mí. Todo fue un tanto caótico. Sentí su cuerpo estrellarse contra mí y aquel chico aprovechó el impacto para robarle la mochila de un bandazo.
Mis ojos se elevaron, intentando identificarle-
Conocía a ese chico, era Rodrigo González, el gamberro que había estado en mi clase el curso anterior.
Era pelirrojo, con pecas cubriéndole las mejillas en su plenitud y los ojos verdes, como pequeñas aceitunas, relumbrando, con un torrente de malvada picardía.
- Oh, Simon Sturgis, que agradable sorpresa verte. – soltó una sonrisilla y jugueteó con la mochila.
- Devuélveme mi mochila, Rodrigo. – dijo Simon, intentando parecer realmente enojado, incluso tal vez con la intención de querer sonar peligroso.
Rodrigo se rió, burlón, de Simon, mientras intentaba abrir la cremallera del bolsillo de la mochila.
- He dicho que me la des. – repitió Simon, aumentando su enfado notablemente y su preocupación.
- ¿Y por qué iba a hacerlo? – Rodrigo enarcó con elegancia una tupida ceja.
De detrás de Rodrigo salieron dos chicos, que asemejaban más el aspecto de guardaespaldas de discoteca.
A uno lo distinguí rápidamente, de una pasada, debido a su “historial” como matón.
Uno era Héctor Rodríguez, un muchacho de unos dieciocho años, que si se lo hubieran permitido, hubiera repetido más de ocho veces seguidas 1º de la E. S. O.
Tenía el pelo castaño oscuro, pero se lo había tintado con mechas rojas y amarillas. Consiguiendo que su aspecto asemejara el de una gallina.
Al otro, no lo conocía.
Era de pelo negro como el azabache, con los ojos claros. No era tan grande, ni fornido, como Héctor, pero era muy alto y tenía los brazos fibrosos y el torso musculoso.
Este parecía un tanto fuera de lugar. Asemejaba más al prototipo de chico bueno, que de compañero de cacería de Rodrigo y Héctor.
- ¿Qué hay, Rory? – lo chinché, sabiendo que así lo llamaba su madre - ¿Te importaría dejar de tontear y darnos la mochila? Tenemos prisa. – hice ademán de acercarme, pero Héctor me dirigió una mirada de aviso, que alertó a todos mis sentidos de que era mejor quedarse en el sitio donde estaba. Lo hice.
- Oh, pero si es Dana. ¿Qué tal están tus padres? Espera… pero si no tienes. – comenzó a reírse.
Me sentí palidecer de golpe, como si hubiera recibido una patada en el estómago.
- No te pases. – le advirtió el chico al que no reconocía, aunque sonó más como una petición.
- Bah. ¡Cállate! ¡Quiero divertirme! – protestó Rodrigo, como un niño pequeño en medio de una rabieta.
Me agarré el torso con una mano, intentando convencerme de que seguía en pie y no me había roto en mil pedazos, como yo sentía.
- Capullo. – farfullé con los dientes apretados. Conteniendo la rabia.
- ¿Qué has dicho? – saltó Héctor, protegiendo a su líder.
- ¡Héctor! ¿No irás a pegarle a una chica? – sonó una voz distinta aquella vez.
De repente, aprecié que más atrás había otro chico, tumbado contra la pared, mientras jugueteaba con su teléfono móvil, haciéndolo girar rápidamente entre sus dedos, con un resplandor plateado.
Se había quedado apartado, pero podía ver como el sol arrancaba destellos dorados de su rubia cabellera. Como un halo alrededor de su rostro.
Contemplaba con aspereza a Héctor, fulminándolo con aquellas dos esmeraldas.
Entonces, alzó la vista,  como si se hubiera dado cuenta de que lo estaba observando y clavó sus verdes ojos en los míos.
Era un chico guapo, no podía negarlo aunque lo intentara (además, si algo sabía apreciar era la belleza ajena) de pómulos marcados y pestañas doradas y delicadas. Tenía los labios algo carnosos, aunque tampoco podía decirse que exageradamente carnosos. Eran… apetecibles, debía admitirlo. Su nariz era delicada, como cincelada a conciencia en su piel de mármol.
Con todo, nunca hubiera dicho que fuera mi tipo, debido sobretodo a aquel aire de arrogancia que atinaba a verse en el brillo de sus ojos. Era extraño, dado que nunca antes le había visto.
Aparté la vista de él, cuando me dí cuenta de que llevaba demasiado tiempo mirándole. No era de buena educación hacerlo, por muy apuesto que fuera.
- … si no me la devuelves te juro que…  - seguía protestando Simon, mientras señalaba su mochila.
- ¿Qué? ¿Vas a pegarme? – algo pasó por la mirada de Rodrigo. Anhelo. Parecía arder en deseos de provocar a Simon. De que Héctor le pegara.
Héctor y el otro muchacho empezaron a reír simultáneamente, dándose un aire de idiotas.
- Bueno, basta ya, ¿no? – grité, furiosa.
Aquella vez, Rodrigo se unió al coro de carcajadas de los otros dos.
Aquello me sacó de mis casillas definitivamente.  
Me adelanté, con decisión y le dí un buen pisotón, con la suela entera de mis bailarinas, con toda la fuerza que fui capaz, en el pie de Rodrigo.
Éste chilló de dolor e intentó agarrarse la zapatilla con ambas manos.
Me aparté, satisfecha, con una sonrisa a punto de salir de mis labios.
- ¡Zorra! – gritó Rodrigo, mientras intentaba contener las lágrimas.
Simon pareció explotar. Corrió hacia este y le lanzó un puñetazo en medio de la nariz.
Repentinamente, Rodrigo sangraba y tenía la nariz en una extraña posición. Seguramente Simon se la habría roto.
- Esto, para que aprendas. Pedazo de…- la rabia bullía de Simon, desbordada, mientras su brazo me rodeaba por delante, intentando protegerme. Aquel simple gesto despertó en mí una inoportuna y agradable sensación de calidez.
Héctor y el otro chico parecieron despertar de su adormecimiento pronto y cuadraron los hombros, preparados para pelear contra Simon.
- ¡Eh! ¡Parad! – su voz sonó con claridad.
Dí un respingo, sorprendida al ver al muchacho de los ojos verdes, sosteniendo a Héctor por el hombro, con autoridad, sin vacilación.
- ¡Jack! – gritó, frustrado, Héctor - ¿no has visto lo que le han hecho a Rodrigo?
- ¿Y? Que yo sepa, Rodrigo no es un niño y puede defenderse. – agregó con lentitud, como si le estuviera explicando algo sumamente fácil a alguien que tuviera muy pocas luces. Lo cierto era que tenía razón.
- Pero… - intentó protestar, el grandullón.
- Tampoco es la primera vez que a Rodrigo le pegan un buen mamporro, ni será la última. – se encogió de hombros, con naturalidad – No os hagáis tanta mala sangre. Ni que fuerais sus niñeras.
- ¿Pero qué dices? – balbuceó, exasperado, Rodrigo, con una voz tan aguda y estridente, que me hubiera echado a reír si fueran otras las circunstancias.
- Vamos, Rodrigo, dame la mochila. – le ordenó Jack, aunque en un tono burlón.
Sonrió, mostrando toda su dentadura.
Aquella sonrisa, no sabía muy bien por qué, hizo que me recorriera un escalofrío por la columna. Parecía la de un niño, cuando está a punto de hacer alguna travesura.
Rodrigo, molesto, se la pasó, todavía agarrando su malparada nariz.
Los ojos de Jack, chisporrotearon con picardía al fijarse en los míos. Cargados de una energía que poco tenía que ver con la simpatía. No. Era algo más.
Simon lo advirtió.
- Gracias. – dijo a regañadientes, con una mueca en sus facciones.
- No hay de qué. – contestó Jack, casi sin inmutarse, pero sobretodo, sin dejar de mirarme. Resultaba incómodo.
- ¿Me podrías devolver la mochila? – preguntó Simon, con tono hiriente, como si fuera un perro que intenta marcar su territorio.
- Oh, ¿por qué tendría que hacerlo? – entonces sus ojos, al fin se desviaron hacia Simon, con sorna y deleite.
Aquello fue como una bofetada para Simon y para mí.
- ¿Qué por qué tendrías que hacerlo? – exclamé, salida ya de mis casillas – ¡Tal vez, porque no te pertenece!
Una expresión de deleite se dibujó en el rostro de este.
- Puede, – murmuró, provocador – pero ahora mismo no tenéis cómo quitármela. Porque si llamáis a un profesor, Héctor e Izan le dirán que tu amiguito, le ha roto la nariz a Rodrigo. – señaló al aludido, como corroborando sus palabras.
- ¡¿Qué?! ¡Pero si vosotros le habéis robado la mochila! – me sentí indignada, frustrada e… ¿intrigada? Aquel muchacho no hacía más que llenarme de intriga.
- ¿Y a quién van a creer? ¿A él, que ya tendrá su mochila para entonces o a Rodrigo, que tiene sangrando la nariz? – insistió, victorioso, al darse cuenta de que tenía todas las de ganar.
Me revolví furiosa.
Simon, tuvo que agarrarme del brazo para que no fuera directa a caer en su provocación.
Jack parecía estar disfrutando cada vez más de aquella situación.
- Rodrigo no tiene, lo que se dice, “buena reputación”. – solté lo primero que encontré en nuestro favor, exasperada.
Jack rió alegremente, como si aquello resultara  tronchante.
- Lo sé, pero la agresión física no está, lo que se dice, “bien vista”.  – se defendió.
Me mordí el labio, conteniendo una nueva oleada de rabia, mal contenida, hasta hacerme sangrar.
- ¿Y qué queréis a cambio de la mochila? – pregunté, finalmente. Rindiéndome ante los hechos.
La sonrisa de Jack fue triunfante, como si hubiera caído en sus garras, tal y como él esperaba.
Pero, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer?
- No puedes hablar en serio. – dijo Simon, clavando una mirada desesperada en mí, a la vez que veía como la vena de su cuello se hinchaba, mientras aumentaba la tensión.
- ¿Por qué no? Un intercambio es buena idea. – comentó Jack, sin perder aquella sonrisa.
- ¿Y qué quieres a cambio de mi mochila? – le escupió, más que preguntó Simon – ¿Mis zapatos? -  se burló sarcásticamente.
- Es interesante. – dijo Jack, sin perder la compostura – Pero me interesa más otra cosa.
Sus ojos se posaron, con la sencillez de una mariposa, en los míos, con una clara expresión de desafío, como diciendo: << atrévete >>.
Sentí como se me hacía un nudo en el estómago, que ascendía hasta mi garganta.
Simon abrió los ojos de forma brusca, desmesuradamente, comprendiendo finalmente lo que Jack pretendía. Saberlo, pareció enloquecerlo, como si le acabaran de dar una patada en medio del abdomen, y soltó una exhalación incrédula y colérica.
- No puedes pensar en eso. – dijo, hablando entre dientes, como si intentara controlar su lengua. Sus puños se cerraron fieramente, dejando los nudillos blancos como la cal.
- Ya he decidido que quiero a cambio de tu mochila. – los ojos de Simon y los de Jack se encontraron en aquel instante y pareció que el tiempo se congelara en aquel instante.
Los de Jack cargados de aquella extraña electricidad y los de Simon ardiendo con el fuego propio de la ira.
- ¿Sí? – preguntó Simon, violento, mientras sus manos empezaban a temblar convulsivamente.
- Sí. – Jack volvió a mirarme, con un brillo de renovada picardía en su mirada, como si aventurara cuál sería mi reacción ante lo que pasaría a continuación -  Te daré tu mochila, si ella me da un beso. Así de fácil.

viernes, 17 de agosto de 2012

Capítulo 3:


Le miré fascinada, mientras una cálida sensación invadía mi pecho.
Cuando su vista se clavó en mí, se sonrojó más fuertemente y fingió mirar a otra parte, mientras posaba las manos en la nuca y enredaba sus dedos en los zarcillos.
- Sé que no es bueno… - empezó a decir.
Le coloqué dos dedos en los labios, para que dejase de hablar.
- Simon, es genial. – le contradije, todavía estupefacta.
Me miró, desafiante, con aquella astuta mirada que asemejaba a la de un gato, como si fuera a reírme de él en cualquier momento.
- ¿Lo dices en serio? – murmuró, dubitativo.
- ¡Pues claro! ¡Es una genialidad! A Johnny le va a encantar. – le dí con el puño en el hombro, cariñosamente, sin fuerza.
Simon sonrió de oreja a oreja.
- Además – añadí – es mil veces mejor que Viagra Ochentera.
Rompimos a reír juntos.
- He de admitir que de los que habían salido, era el más original. – se encogió de hombros al decirlo.
- Jajaja, eso es porque tú te callaste, tontorrón.
Le clavé una mirada de reproche.
- Sabes que soy tímido para esas cosas, no soy tan impulsivo como tú. – me señaló con su dedo índice.
Le sonreí abiertamente, enseñando mi dentadura en su plenitud.
- Si quieres puedo darte clases.
Se rió jovialmente, mientras me rodeaba con uno de sus brazos.
- ¿Tú?... ¿Darme clases?... ¿A mí? – sonrió burlón.
Le lancé una ojeada de advertencia.
- Si, leprechaun marchoso. – le pellizqué el costado.
Pegó un gritito sorprendido.
- Serás… - me abrazó y soltó nuevamente.
Al principio, aquellos pequeños gestos hacían que me ruborizara. Debido a mi poco contacto con gente de mi edad, no estaba acostumbrada a los abrazos, las caricias y ese tipo de cosas… al menos no de personas que no fueran Harry.
Las familias anteriores a los hippies no habían sido tampoco muy cariñosas. La primera familia había sido un matrimonio joven, demasiado joven quizá, que acababan de casarse y de descubrir que la mujer era estéril. Nos tuvieron un par de meses viviendo en una casita solariega, hasta que se divorciaron y tuvimos que volver al orfanato. Aquella vez, seguramente por ser la primera, fue la más dura. Recuerdo pasarme tres días llorando sin parar, queriendo volver a la casita de campo. Lo único que pudo levantarme de la cama fue Harry. Con la cara surcada de lágrimas, me había convencido de que debíamos seguir hacia delante, de que era normal echar de menos a nuestros padres, que él tambiénlo hacía al pensar en ellos. Fue duro convencerlo de que aquellas personas no eran nuestra familia, pero aún lo fue más descubrir que Harry no lloraba por esos extraños, sino por nuestros padres de verdad. Fue como recibir el impacto de un camión a demasiada velocidad. Ver a mi hermano tan pequeño e indefenso, recordar la comodidad de tener una familia, una casa, incluso aquel estúpido gato llamado Cheshire… Fue entonces cuando decidí que lo mejor era mirar siempre hacia delante y no pensar en lo que fue. Si alguien debía adoptar el papel de fuerte, debía ser yo. Debía ser la que acunara a Harry cuando llorara y no al revés. Procuré no pensar en mis padres si me era posible y admitir a las siguientes familias que nos acogieron como una simple distracción. No me encariñaba nunca con nada, o al menos, intentaba no encariñarme con nadie, lo cual resultaba complicado a tan pronta edad. Una única cosa me repetía sin cesar y me daba fuerzas, un dicho que tenía mi padre… el día que de verdad quieras a alguien, no podrás evitarlo. Y la verdad, mi padre siempre tenía razón.
Con Simon, todo había resultado tan fácil como respirar, sin malentendidos o discusiones. A pesar de mi forma de ser, algo arisca y reservada, él, con aquel aspecto de pajarillo despistado, su amable sonrisa y sus chistes malos, había conseguido hacerse un hueco a la fuerza en mi corazón. Desde el primer día, a pesar de los libros, la caída y el rubor de mis mejillas, habíamos conectado. Él había sonreído, como si hubiera encontrado de pronto la pieza que le faltaba para completar un rompecabezas. De alguna forma aquella sonrisa me recordó a la de Casandra, el día que la conocí, y supe que acababa de encontrar a la única persona que realmente valía la pena conocer de aquel instituto. Poco después nos hicimos amigos y desde entonces no habíamos dejado de serlo.
- ¿Te acuerdas de cuando nos conocimos? – le pregunté, repentinamente.
- ¡Cómo olvidarlo! ¡Intentaste matarme! – exclamó.
- Fue un accidente, lo sabes, no quería tirarte los libros encima. – sonreí al darme cuenta de que lo recordaba tan bien como yo.
- Hmm… todavía no sé si creerte. – sonrió nuevamente, al igual que en aquella primera ocasión – Tenía doce años, acababa de internarme en el aterrador mundo del instituto y de pronto viniste tú y me tiraste una parva de ejemplares de mates, lengua e historia en la cabeza. Es totalmente imposible que lo olvide.
- ¿Quieres que te hable de cómo fue para mí? Veamos, todavía estaba adaptándome a la vida con una nueva familia, había terminado el colegio a regañadientes, ya que la sargento Juárez no era muy buena profesora que digamos en el orfanato y había pasado por dos colegios distintos, debido a mis tres familias de acogida y estaba tan nerviosa por el instituto que apenas podía tenerme en pie… ¿necesitas alguna otra explicación para que te tirara aquellos libros? – le recriminé.
La sargento Juárez era la “directora” o mejor dicho rectora, del orfanato y solía darnos clases, pero era tan rígida, malhumorada y fea, que poco podía envidarle a la directora de la película de Matilda.
Llegamos a la parada, mientras Simon me hablaba sobre una de las canciones que había compuesto él para el grupo.
En su grupo, Johnny era el batería, Lucas el cantante, Tobías tocaba el bajo y hacía a la vez de segundo cantante y Simon era el guitarrista y, en la mayoría de los casos, el compositor.
- ¿Cómo era que se llamaba tú última composición? – le pregunté.
Me miró, con malas pulgas.
- Te lo acabo de decir.
- Lo siento, no presté atención, ¿harías el terrible esfuerzo de repetirlo? – bromeé.
Nos sentamos en el bordillo de la calle en la que paraba nuestro autobús.
- Te voy a decir la traducción al español, porque, esa  la cantamos en inglés también. – me lo dijo lentamente, como si fuera una persona a la que le costara tremendamente seguir el hilo de la conversación.
Observé los coches que pasaban ante nosotros distraídamente, ignorando deliberadamente su burla.
- Se llama, la primera vez que te miré a los ojos. – soltó, finalmente.
Vi, por el rabillo del ojo, una chispa de emoción contenida en su rostro y mis ojos volaron hacia él bruscamente, con inquietud.
- Es precioso Simon. De veras, no sé cómo se te ocurren esas cosas.
Simon, a pesar de que pudiera parecer poco lanzado en algunos aspectos, era un genio componiendo. Podía decir de mil maneras un te quiero y enredar las palabras de una canción hasta darles otro significado.
- Por cierto, ¿por qué hoy te has puesto bailarinas en vez de tus habituales converse rojas? – cambió de tema rápidamente.
- Por que estaban para lavar. –refunfuñé, mientras fruncía los labios, como casi siempre cuando me sentía contrariada.
Mis converse eran casi sagradas para mí, siempre las llevaba puestas. Eran las únicas que me había podido comprar, ya que había tenido que ahorrar para conseguirlas, y desde que las obtuve prácticamente no usaba otro calzado. Además de mis sketchers negras y verdes, para gimnasia.
 Observé como el autobús se acercaba.
- Deberíamos levantarnos ya a no ser que quieras puré de dedos de los pies para desayunar. – dije, con urgencia.
- Claro. El puré con olor a queso no me gusta. – continuó el chiste.
Como todos los días, el autobús frenó delante de una chica llamada Rosalinda, que como siempre había llegado la primera a la parada. Tendría unos catorce años y solía llevar su pelo rubio ceniza, recogido en una trenza larga.
Aquel día Rosalinda llevaba una mini-falda rosa, con leotardos negros y una camiseta violeta, con unas mariposas dibujadas en ella.
Nunca había hablado demasiado con Rosalinda, no me parecía del tipo de personas desagradables que había en el instituto, pero tampoco había entablado conversación con ella a no ser que hubiera sido para preguntarle por si llegaba tarde.
A decir verdad, no había hablado demasiado con casi nadie de mi autobús, ya que siempre me sentaba con Simon y  con eso para mí era suficiente. Además, Harry solía llegar después, con Casandra y se sentaba con un chico, que si no me equivocaba, se llamaba Raúl.
La puerta del autobús se abrió con un chirrido que asemejaba el quejido de una anciana.
- Hola, Aurora. – saludé a la chofer del autobús.
Aurora era una mujer ruda, de musculosos brazos, pelo rojizo y ojos negros como dos carbones, que no solía abusar de su simpatía.
- Hola Dana. – respondió con una sonrisa.
- Hola Aurora – saludó Simon.
- Hola Simon. – respondió esta, con un seco asentimiento.
Una vez nos sentamos en nuestro lugar habitual, metí la mochila entre las piernas y mis pies y me recosté contra el asiento.
- Creo que cada vez le caigo peor. ¿Qué será de mí si no consigo caerle bien a Aurora? – comentó Simon, con un tono afligido, que no podía ser más fingido.
- No creo, lo que pasa es que piensa que eres raro. – respondí, sonriendo.
- Todo el mundo piensa eso, no es una novedad. – hubo un deje amargo en aquella frase.
- Yo no lo pienso. – dije, ofendida.
En seguida me arrepentí de mis palabras.
Simon me miró con una clara expresión de cariño.
Me ruboricé y dirigí  la mirada hacia la ventana de mi derecha. A pesar de que no había malentendidos entre nosotros, estaba en mi naturaleza aquella manera que tenía de evitar las muestras de afecto en la medida de lo posible.
- Creo que Johnny está colado por ti. – dejó caer aquel comentario como quien no quiere la cosa.
Le miré, con los ojos abiertos como platos.
- ¿Johnny? ¿Johnny Finsfletcher? – resultaba absurdo. Johnny, aquel idiota rubio que no acababa de entender cómo podía caer bien a Simon, Johnny que soñaba con dedicarse a la música y darle una patada en el culo al ocupa de su hermano con el que compartía piso en el centro de la ciudad.
- El mismo. – confirmó.
Empecé a reír, Simon me miró como si estuviera loca.
- ¿Qué te pasa?
Le miré interrogante, era imposible que no lo comprendiera aún.
- ¿Johnny Finsfletcher? Por favor Simon, te lo digo en serio, no te burles de mí. – le espeté.
- No me burlo de ti. – pareció enfadado.
Aquella reacción me cogió desprevenida. ¿Qué había hecho yo ahora?
- Simon. – lo miré, interrogante. Me dolía el corazón verlo así.
- ¿Qué? – se volvió hacia mí, agresivamente.
- ¿Por qué te estás enfadado conmigo?
Me miró, dulcificando su mirada.
- No es nada. – sonrió forzosamente.
- ¿Lo decías en serio? Lo de Johnny, quiero decir. – murmuré a regañadientes.
- Si. – farfulló entre dientes, decaído. Apartó su mirada de mí bruscamente.
Le miré fijamente.
- Simon.
Poco a poco, volvió a fijar su vista en mí.
- Johnny no me interesa lo más mínimo – le dije – a no ser, que quiera acabar tomando whisky en medio de la playa y cantando Oh Happy Days con una cornamenta en la cabeza.
Simon sonrió, con una palpable alegría.
- Eso sería muy propio de Johnny  – comentó – te llevaría a una playa, te diría palabras bonitas y te emborracharía hasta que quedaras hecha una cuba. Probablemente después abusaría de ti. ¡Ay! – le pegué otro pellizco en el brazo al notar que volvía a estar de humor.
- Pero mira que eres tonto. Me conoces lo suficiente para saber que eso no pasaría. – comenté.
- Cierto, seguramente, tú abusarías de él. ¡Ouch! – otro pellizco.
No dejé que cambiara de tema.
- Eres mi mejor amigo – proseguí, mirándole fijamente – no tengo secretos contigo, ¿por qué te enfada tanto que yo pueda gustarle a Johnny, si tú sabes perfectamente que a mí él no me interesa lo más mínimo?
- Podría pasar… quiero decir que Johnny te gustara… ¿por qué no? – murmuró.
- Aparte de porque es un cretino, porque me parece un guaperas de poca monta y un engreído. ¿Hace falta algo más? – protesté, ofendida.
- Pero es guapo. – continuó insistiendo.
- ¿Y? ¡Ser guapo no siempre es lo más importante! ¡Hay exceso de belleza en este mundo como para fijarse únicamente en eso para que te guste alguien. ¿Y por qué te importa tanto que a Johnny yo pueda gustarle?
Simon clavó sus profundos ojos marrones en los míos. A través de los cristales de sus gafas, pude ver que la emoción lo desbordaba.
- Dana, yo… 

miércoles, 8 de agosto de 2012

Capítulo 2:


- Hola Dana. – sonrió, mientras entraba.
- ¿Qué tal? – cerré la puerta y lo seguí, como siempre casi dando saltitos, debido a que sus pasos eran demasiado largos en comparación con los míos.
- He visto a doña Clara, me ha dicho que os habéis dejado otra vez el buzón sin cerrar. – imitó la voz de mi vecina a la perfección mientras lo decía.
En otra ocasión habría soltado una risotada, sin embargo, bufé, molesta. Doña Clara era una mujer mayor, que vivía en el mismo bloque que Casandra y Jonás desde… ni siquiera lo recordaba. Se había jubilado hacía años, aunque ahora para pellizcar algo de dinero se dedicaba a ser “estilista profesional”, cosa que en realidad no encajaba en absoluto con ella, dado que su anterior profesión había sido la de dentista y sus extravagantes vestidos de colores chillones, desde verde loro a amarillo pollito (recordaba que una vez incluso se había puesto un sari naranja, adornado con lentejuelas doradas, que parecían bailar sobre la tela, por doquier), me hacían desconfiar lo suficiente de su profesionalidad, como para no pedirle jamás consejo sobre cómo debía vestirme.
La aborrecía bastante y a ella yo tampoco le caía demasiado bien. Decía que mi ojo de la moda estaba atrofiado y que debía pasarme algún día por su casa para que me ayudara a ponerme en la onda.
Doña Clara, o señorita Clara, como prefería ella que la llamaran, dado que nunca se casó (me imaginaba perfectamente el motivo) era una mujer rubia, de marcadas arrugas en su frente y profundos ojos celestes, que asemejaban los de un pajarillo debido a lo pequeños y brillantes que resultaban, y que, de no ser tan saltones, resultarían bonitos o podrían haberla hecho más agraciada.
- Seguro que no es más que una excusa para que Jonás vaya a hacerle algún recado. Creo que está enamorada de él, siempre se lo come con la mirada. Incluso babea. – fingí que me recorría un escalofrío. 
Simon rió alegremente.
- Eso sería muy propio de ella. ¿Te sigue cayendo mal?
- No me cae mal – protesté, a pesar de que tampoco me caía especialmente bien – pero no me parece bien que estafe a la gente. Les roba el dinero por la cara y además viste como si hubiera la hubiera sacado de algún extraño circo de seres gruñones y coquetos. 
- Ah, estáis hablando de doña Clara. – intervino Harry, sonriente.
- Hola Harry, cuánto tiempo. – saludó Simon, mientras levantaba la mano para chocar los cinco con él.
- Hola, Simon el friki. -  Harry le guiñó un ojo y lo dejó colgado con el saludo, mientras agarraba su mochila y se la colgaba sobre los hombros.
- Harry – protestó Casandra, mientras se quitaba un mechón castaño de los ojos – no se le habla así a la gente.
- ¿Por qué? Si él sabe perfectamente que es un friki. No me mal interpretes Simon, me caes bien.
 Casandra fulminó a Harry con la mirada.
- No importa, Casandra, no me molesta en absoluto, es más, tiene razón. –Simon se encogió de hombros con toda naturalidad.
- Eres demasiado bueno, Simon. – murmuró Casandra, mientras lo miraba con afecto.
Simon había sido  mi mejor amigo, casi desde el momento en que nos conocimos.

Recordaba que el primer día de clase, estaba tan nerviosa, que no lo había visto, hasta queme dí de bruces contra él, tirándole todos los libros encima suya.
Sonreí, al recordar su expresión de desconcierto en aquel instante. Parecía llevar grabado en la frente: << ¿Qué te he hecho para merecer esto? >>
- Dana, termina de arreglarte y así podrás irte con Simon. – farfulló Casandra mientras se daba la vuelta para ayudar a Harry con sus cosas.
- Pero si ya estoy lista. – me quejé, impotente. Cuando Casandra daba una orden era imposible rebatírsela.
- ¿Te has cepillado los dientes? – dijo Harry, burlón, mientras enarcaba una ceja.
Sentí una pequeña punzada de celos. Yo jamás había aprendido a hacer eso. Y, por lo que parecía, todo el mundo parecía poder hacerlo con naturalidad.
- Está bien, ya voy.
Arrastré mis pies, por la fría losa, con desgana.
Mientras pasaba con fuerza en cepillo entre mis dientes, casi con ferocidad, intentando eliminar cualquier resto del desayuno, observé el reflejo que me miraba fijamente, desde el espejo ovalado del baño.
Tenía el pelo castaño oscuro, muy oscuro, tanto que parecía negro… y  lacio, desde pequeña.
Recordaba que mi madre solía acariciármelo mientras charlábamos, antes de irme a dormir, haciéndome trenzas, para que a la mañana siguiente pudiera llevar el pelo ondulado al colegio.
Sentí una punzada de dolorosa añoranza, justo debajo del corazón.
Procuraba no pensar demasiado en mi madre, ni en mi padre, porque si lo hacía, no podría contener las lágrimas. Y yo no era una niña tonta que se pasaba el día llorando, regodeándose en sus desdichas. No, había que tirar siempre hacia delante. Era mi manera de subsistir.
Mis ojos eran azules, muy semejantes a los de Harry, de un color oscuro y casi eléctrico.
Siempre había tenido los ojos relativamente pequeños, aunque luminosos, por el contrario mi hermano los tenía grandes y muy azules en comparación. En el rostro, me parecía demasiado a mi padre. Los pómulos angulosos y la nariz rectilínea y poco pronunciada. Pero, las cejas y la boca eran exactas a las de mi madre. Incluso me parecía mucho a ella en la manera de mirar. Siempre con esa fuerza distante y el brillo de inteligencia en el rabillo de los ojos.
- Date prisa Dana. – gritó Harry, desde detrás de la puerta, mientras la aporreaba, con ambas manos.
- Espérate, ahora estoy yo. – me quejé, aunque ya estaba secándome la boca y veloz como un rayo de luna, aproximándome al pomo para abrir.
- ¡Necesito mear! – exclamó Harry.
Abrí la puerta justo en el momento que la mano de Casandra voló a la nuca de Harry.
- Se dice ir al baño, no mear. – dramatizó la palabra haciendo que pareciera una palabrota.
- Está bien, – puso los ojos en blanco – necesito “ir al baño para ir al baño”. ¿Mejor? – no esperó a que Casandra le contestara que, ya había cerrado la puerta y entrado al baño.
- No sé cómo se las apaña para encontrarle la pega a todo o el lado cómico. – las palabras sonaban a reproche, pero el tono con el que las dijo demostraba el cariño que le tenía a aquel pequeño pillo que era mi hermano.
- Me tengo que ir ya. – comenté, mientras verificaba que todavía no era demasiado tarde – Pero puedo llevarme a Harry si se da prisa.
 - Yo llevaré a Harry. – me aseguró – Anda, ve.
Le dí un beso en la mejilla y agarré a Simon, tirando de él para irnos.
Ya estábamos atravesando la tercera calle, de camino a la parada del autobús, cuando él habló.
- ¿Vas a ir al recital de mañana?
Me sentí desconcertada por un momento, hasta que recordé que le había prometido a Simon, que iría a escuchar a su grupo, al día siguiente.
- Claro, te lo he prometido, ¿no? – dije sonriéndole.
Su habitual sonrisa se ensanchó.
- ¿Ya habéis decidido que nombre os vais a poner?
La banda de Simon llevaba meses intentando encontrar un nombre que encajara con su “rock-celta-moderno” como lo llamaban ellos. Lo cierto era que de celta tenía más bien poco, pero como Johnny era irlandés, lo habían llamado así.
Simon resopló con fastidio.
- No del todo – contestó – Johnny quiere ponerle Los Leprechauns Marchosos y Albert quiere que nos llamemos  los Oyentes de la Noche.
- No es por ser borde o derrotista, pero con esos nombres no conseguiréis llenar ni una butaca en el concierto de mañana.  Sobretodo con lo de “marchosos”. – me regodeé un poco en aquellos nombres tan condenadamente malos.
- Puff, y eso que no conoces los que propusieron Lucas y Tobías. – los ojos de él se agrandaron con horror.
- ¿Eran peores?
- Lucas quería ponernos, Epidural contra el mal de amores y Tobías, ya sabes que le encantan los animales, quería que nos llamásemos los Labradores del Sur... o algo así.
Epidural… ¿a quién demonios se le ocurriría un nombre así para una banda?
- ¿Por qué no le ponéis algo más… sencillo o significativo? – todavía no entendía aquello.
- ¿Quieres oír el peor? Lo propuso Johnny cuando le dijimos que eso de los leprechauns era una porquería. – sus ojos brillaron con sorna.
- Adelante, no creo que me sorprenda. – le reté.
- Viagra ochentera. Porque decía que levantamos la moral, al igual que la viagra otras cosas, y que nuestro estilo se parece un poco al rock de la época de los ochenta, mezclado con el “punk” actual. – sus ojos se agrandaron con horror.
Intenté por un momento asimilar aquello. Rompí a reír ruidosamente, mientras seguíamos avanzando.
- Yo no propuse ninguno. – la voz de Simon demostró que había algo más oculto tras aquellas cuatro palabras.
- ¿No se te ocurría nada? – pregunté, aún sabiendo que no era aquello lo que quería decir.
- Sí, pero no creo que les guste. – se encogió de hombros y clavó su mirada en el suelo
- ¿Por qué? – seguí insistiendo.
- Porque es una banda de Rock. – lo dijo como si fuera lo más obvio del mundo.
- Dímelo, por favor.
Me miró, sorprendido.
- No, es ridículo. – se sonrojó.
- Por favor. – lo miré fijamente e hice una burda imitación de lo que sería un puchero, intentando parecer lo más inocente posible.
Se echó a reír ante mi expresión.
- Está bien, te lo diré. – Se puso serio de golpe- Se me ocurrió… bueno, me gustaba el nombre de los Ladrones del silencio.